Midas. Seguramente mis dos lectores se acuerdan de este legendario rey de Frigia al que le fue concedido su máximo deseo de convertir lo que tocara en oro. Lo que quizá mis dos lectores ya no recuerden es que cuando los antiguos contaban la historia de Midas, no era para envidiarlo ni aspirar a ser como él.
A diferencia de nosotros que hemos hecho del “toque de Midas” un valor aspiracional (ningún piropo póstumo se ha repetido más de Steve Jobs que el haber tenido el don de convertir lo que tocaba en oro), para los antiguos tener el toque de Midas era una maldición que si bien le dio al Rey una felicidad pasajera, al poco tiempo se convirtió en una pesadilla que le llevó a perder su familia y amigos, su paz mental, e incluso casi le cuesta la vida.
Privado de compañía humana (a todos lo que tocaba los hacía oro), aislado de todo y sin poder comer o beber, Midas finalmente entendió que si bien la riqueza era algo magnífico, hacerla el fin exclusivo de nuestros afanes -paradójicamente- empobrece la existencia. Así que cuando logró que Dionisios anulara el don, Midas se mudó a la campiña y se dedicó a estudiar música con el dios Pan (algo que, si le creemos al magnífico artículo de Pico Iyer en el suplemento del NY Times del Domingo, es cada vez una opción existencial más socorrida).
El problema de Midas es, según Heidegger, idéntico al nuestro: está tan cegado por el oro que ignora -hasta que los dioses se lo hacen ver- otros valores sin los cuales la vida no vale la pena. Igual que Midas, el hombre moderno ve al mundo a través de los ojos de la ambición económica y por ello, escribe Heidegger, “ha convertido a la Naturaleza y al ser humano en simples artículos de inventario para el proceso de producción y sólo ve en su entorno objetos útiles, dispuestos para su uso y satisfacción personal” (“On the Origin of the Work of Art“).
Como Midas, ya no vemos árboles, ni aves, ni personas, ni manantiales. Vemos oportunidades de inversión, potenciales de negocio, socios para “hacer bisne”, empleados para nuestra empresa. Y, puesto que como dice Aristóteles, las viejas fábulas no mienten porque expresan verdades eternas de la naturaleza humana, en nosotros se cumple la maldición de Midas: somos unos ricos bastante miserables.
No sabemos mirar la realidad más que a través de la óptica utilitaria y en consecuencia, escribe Heidegger: “somos indiferentes a las posibilidades de la existencia, ajenos al asombro y prisioneros de la ignorancia de nuestra época” (y luego nos sorprende la “calidad” de contenidos de nuestra tele!). Habiendo hecho del mundo un almacén de mercancías vagabundeamos por la vida torturados -al más puro estilo de Midas- por la comezón de la novedad: lo nuevo -sean personas, teorías, actividades o cosas- nos atrae sólo para aburrirnos profundamente y empujarnos a un nuevo consumo que “esta vez si” logrará entusiasmarnos.
Lo que se nos escapa es que no necesitamos más novedades, ni actividades de mayor derroche de adrenalina para sacudirnos el aburrimiento existencial. Lo que necesitamos, dice Heidegger, es una nueva mirada, una mirada que -alejándose del egoísmo utilitario- pueda volver a apreciar la belleza y recuperar el asombro, fuentes de todo arte, investigación y espiritualidad (“What is Metaphysics?“).
Dicho en las inspiradísimas palabras de Marcel Proust: “El verdadero viaje del descubrimiento no consiste en buscar nuevos caminos sino en tener ojos nuevos.”
Hacernos un trasplante de ojos (oídos, lengua, piel y nariz) para renovar la mirada (el olfato, oído, tacto y gusto) es precisamente la especialidad del Dr. Heidegger y su clínica del “Tao de la Mente Occidental” (donde yo soy la humilde enfermera que les administra el jarabito filosófico en dosis homeopáticas). Y por cierto, su próxima cita con el Dr. Heidegger es el Viernes 21 de Enero.
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