Cuando cursaba mi segundo año de doctorado tenía más dudas que certezas. Habiéndome imaginado en mis nocturnas fantasías que la Facultad de Filosofía sería lo más parecido a pasear por el ágora de Atenas en tiempo de Sócrates (¡ilusa, ingenua!), iba de seminario en seminario y de desilusión en desilusión.
Las conversaciones eran pedantes (¿sigues el imperativo categórico kantiano o le apuestas al emotivismo de Moore?).
Los profesores de filosofía no enseñaban, sino que nos leían las primeras versiones de los (aburridos!!!) manuscritos que pensaban publicar para mantener sus prebendas universitarias.
Y los estudiantes estábamos más preocupados por acumular citas a pie de página para la tesis doctoral que por adquirir cualquier asomo de sabiduría.
Día a día -conforme “progresaba” en mi preparación académica- mi utopía filosófica se desvanecía… (se va, se va, se fue…)
Entonces apareció en mi horizonte intelectual el maravilloso libro “En busca de un mundo mejor” de Sir Karl Popper (1902-1994).
Lo leí en una noche y creo que ha sido la mejor desvelada de mi vida.
Porque para la madrugada ya tenía yo clara una cosa: como aspirante a intelectual podía elegir el camino de las vacas sagradas -pletórico de términos rimbombantes, rebuscados argumentos, dogmas personales y oscuras explicaciones para un público especialista- o podía optar por entender con Popper que “a cambio de la oportunidad y privilegio de estudiar el intelectual debe presentar a la sociedad los frutos de su estudio lo más simple, clara y modestamente que pudiera”.
Esa frase de Sir Karl ha sido el faro con el que he intentado guiar mi quehacer intelectual.
Me ha enseñado que no importa cuanto apego le tenga yo a mis ideas, no puedo imponerlas sobre los demás porque son, a fin de cuentas, falibles. (Y no está de más recordar la maravillosa advertencia que Popper expresó así: “el intento de crear el Reino de los Cielos sobre la tierra puede fácilmente convertir la tierra en un infierno para nuestros congéneres”)
Me ha dado la oportunidad de sacar a la filosofía de la academia y tratar de hacerla relevante para la vida cotidiana de quienes me rodean.
Me ha dado el gran gusto y privilegio de hacer lo que me gusta y compartir mi pasión con decenas de alumnos y lectores.
Y si bien no me ha acercado a la sabiduría (pues al decir de Popper “nuestra conocimiento es necesariamente finito, mientras que nuestras ignorancia es necesariamente infinita”), al menos me ha permitido admirarla de (muy) lejos.
Para mi, sin Popper nada habría sido igual. Por eso, esta semana que se cumplieron 18 años de su muerte, no pude evitar quitarme el sombrero, guardar un minuto de jubiloso silencio y decir: ¡Gracias, Sir Karl!
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