No sé ustedes, pero yo he vivido en el error. Por años me fuí con la finta aristotélica de que lo contrario de la mediocridad era la excelencia. Según Aristóteles somos lo que hacemos repetidamente, de ahí que la excelencia sea un hábito.
Suena lógico: si hacemos las cosas con excelencia somos excelentes, si las hacemos con mediocridad somos mediocres.
Pero resulta que no: la mediocridad es una forma de hacer las cosas. Es un adjetivo que califica la calidad del esfuerzo que ponemos en juego.
La excelencia, en cambio, es el resultado de un largo proceso, es el reflejo de hacer las cosas bien durante mucho tiempo.
La excelencia es hija de la integridad.
Si, leyeron bien: lo contrario de la mediocridad no es la excelencia, sino la integridad.
Suena raro porque especialmente en nuestro idioma “integridad” es sinónimo de honestidad moral.
Una persona íntegra es una persona que no roba, que no engaña, que no se vende.
Pero la filología nos dice otra cosa: íntegro viene de integer que significa entereza.
Una persona íntegra muestra entereza, es decir se entrega completa y sin fisuras a la tarea que tiene a mano.
Una persona mediocre, como el nombre indica, se entrega a medias. Tiene un ojo al gato y otro al garabato, está distraído o simplemente regatea lo que brinda. Se dosifica.
¿Y a mi, que?
¿Y a mí, podría preguntar un lector impaciente, qué me aporta la lección de filología?
Pues mucho:
Quizá por humildad, quizá porque requiere del reconocimiento ajeno, resulta muy difícil definir la excelencia personal.
En diferentes contextos, ser excelente puede significar dar buenos resultados, esforzarse al máximo, lograr el triunfo o simplemente hacer una genialidad.
Y esta naturaleza cambiante de la definición complica la posibilidad de que nos planteemos la excelencia como meta cotidiana.
Voy a trabajar con excelencia, voy a jugar con excelencia, voy a vivir con excelencia, voy a meditar con excelencia, voy a convivir con excelencia son poco menos que objetivos confusos, profusos y difusos a los que no podemos aspirar, ni resulta fácil evaluar. ¿Si perdiste el partido de tenis, puedes decir que jugaste excelente? ¿Si el proyecto en el que trabajaste no logró los resultados esperados, fue excelente el trabajo de tu equipo?
La respuesta a estas preguntas es subjetiva y cambiante.
Pero si en lugar de plantearnos hacer las cosas con excelencia, nos planteamos hacerlas con integridad, la cosa cambia.
Porque a la integridad si podemos aspira; la integridad si es un objetivo medible.
Trabajar con integridad, jugar con integridad, meditar con integridad, vivir con integridad es un objetivo simple, que nos podemos recordar constantemente y nos podemos pedir cuentas. ¿Estoy haciendo el mejor esfuerzo del que soy capaz? ¿Estoy concentrado en el aquí y el ahora? ¿Estoy brindándome completamente a la tarea en la que estoy involucrado?
Si es así, estoy siendo íntegro. Si no, estoy siendo mediocre.
Y, aquí si mi compadre Aristóteles tenía razón: si soy íntegro y constante en mis esfuerzos el resultado granizado es la excelencia. Así de fácil.
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