Alá Akbar!!
Cual si fuera terrorista suicida, con esta invocación inician todas mis mañanas.
Alá Akbar. Alá es grande.
No soy islámica, ni siquiera califico como monoteísta (al menos no en el sentido tradicional -judío, cristiano, islámico- del término). Aún así, mi diario amanecer inicia agradeciendo a Alá y a sus devotos que, en sus intentos de conquistar el mundo para su fe, nos dejaron el café (¡y los tulipanes!).
LA LEYENDA DEL CAFÉ
Nadie sabe, supo o sabrá cual es el verdadero origen del café, pero las leyendas abundan.
Según una de ellas, los primeros adictos fueron los derviches o místicos del Islam. Buscando algún alimento que les permitiera girar sobre sí mismos en extásis místico horas enteras, se dieron a la tarea de observar la dieta de los animales más aguantadores de su entorno. En ese proceso, dieron con el arbusto del que comían ciertos pájaros etiopes hiperactivos y que resultó ser el del café.
Otra leyenda dice que el verdadero descubridor del café fue un santón islámico llamado Omar a quien, por sus habilidades curativas, los ulemas exiliaron de la ciudad de Mocca. Muerto de hambre y fatigado, Omar no tuvo más opción que comerse las bayas de un arbusto cercano a su cueva.
Pero como los granos eran demasiado amargos y duros, decidió tostarlos. Lejos de ablandarse, los granos se hicieron duros como roca. Sin otra alternativa que sacarles provecho, Omar hirvió los granos tostados y, como suele suceder con los inventos de la Historia, el resultado no fue el deseado sino algo mejor: un líquido negro que al beberlo hacía desaparecer el hambre y la fatiga.
Una tercera leyenda nos habla de un dionisíaco pastor etíope al que las cabras se le fueron al monte. Días después, cuando al fin dío con su rebaño, le llamó la atención que las cabras estaban más locas que de costumbre y, al purísimo estilo de Timothy O’Leary -aquel profesor de Harvard de los 60s cuyos experimentos con drogas psicodélicas lo convirtieron en Ram Dass- decidió investigar en carne propia los estados de conciencia alterados.
Eufórico y loco cual cabra con el hallazgo, el pastor se lanzó al monasterio de la esquina para compartir con sus moradores su creación. Pero el Padre Superior, que suscribía aquella vieja teología de que el “Mundo debía ser un valle de lágrimas”, le cortó las alas echando al fuego los granos.
¡Feliz error! Más tardaron los granos del café en ponerse oscuros que los monjes en salir de su agujero para convencer al Padrecito que el olorcito era tan divino que solo podía provenir de Dios.
QAHWAT AL-BUN
“Aiga sido como aiga sido”, el café llegó para quedarse y su leyenda también cuenta que, cuando los Turcos sitiaron Viena en 1683, la gente de la ciudad acudía a las murallas al amanecer. Su objetivo no era ver al odiado Ejército Otomano ni otear el horizonte en busca de los refuerzos de la Cristiandad.
No, los vieneses acudían a las murallas a inhalar el delicioso aroma del qahhwat al-bun, el “vino del grano” que los soldados turcos preparaban tras cumplir con la Shalat en dirección a Meca al despuntar el sol.
Dos meses después, cuando la victoria de la Cristiandad por fin llegó de manos de Leopoldo I Habsburgo y Jan III Sobieski, a los habitantes de Viena les fue posible analizar los despojos del campamento turco donde encontraron los timbales, tambores y el triangulito (ese que los maestros de música dan a sus alumnos menos dotados para que no se sientan excluídos del pandemónium, pero tampoco desentonen) que no tardarían en enriquecer las orquestas europeas.
Pero la música tendría que esperar, por lo pronto, sin rodeos ni dudas, la nariz de los vieneses los llevó hasta los granos con los que los invasores preparaban su “vino”. Y probablemente algún prisionero de guerra les soltó no sólo la receta, sino el nombre de la materia prima que, en el idioma del Sultán, se llamaba “Kahve“.
CROISSANTS y CAPUCHINOS
Por supuesto que no faltó el alma empresarial a la que, aprovechando la euforia de la victoria, se le ocurrió abrir una cafetería.
Para conmemorar el triunfo, acompañar el café y elevar las ventas (no necesariamente en ese orden), Jerzy Franciszek Kulczycki -oficial militar y fundador de la primer cafetería europea- mandó hornear un pan simulando la media luna de la bandera turca de sus enemigos: el pan de los Cruzados o Croissant.
También, para seducir a quienes encontraban el gusto del café demasiado amargo, popularizó la costumbre de añadir crema y miel al líquido dando origen al Capuchino (y ora si, Starbucks está -literalmente- a la vuelta de la esquina).
Aquello fue amor a primer sorbo.
De este bélico episodio, dice la leyenda, nació la reverencia occidental a ese líquido amargo y negro con el que millones de seres humanos iniciamos nuestro cotidiano quehacer.
Al final del día (o más bien al principio), en el saborcito del café aún queda algo de su Historia. Es amargo como las guerras religiosas y tiene sobre el alma el mismo efecto: ayudarnos a inaugurar la neurona y a considerar las ideas por nosotros mismos en ese diálogo del alma consigo misma que Platón llamaba pensamiento.
¡Alá Akbar!
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