Hace más o menos diez años el humor comenzó a interesarme en serio. Supuse que al ser la risa más frecuente entre los humanos que el orgasmo, el humor seguramente recibiría la misma atención neuronal que el sexo.
Craso error.
Me bastó hacer una somera búsqueda en Google para echar por tierra mi hipótesis: mientras que la palabra “sexo” aparece en 508 millones de páginas de web, el humor con 284 millones de menciones sólo llega a un lamentable tercer lugar después de Dios (440 millones).
Claro que la prueba dista mucho de ser científica, pero desde su aparición, la red ha sido una magnífica herramienta para conocer lo que preocupa a la mente occidental. Y todo parece indicar que Freud tenía razón cuando dijo que más que con el cerebro, los humanos pensamos con otras partecillas del cuerpo.
Sabiendo que vivimos –según los filósofos posmodernos Habermas y Rorty- en la Edad de la Ironía, no me dejé amoscar. La ironía, después de todo, consiste en subvertir las primeras impresiones y mostrar cuán equivocadas están.
Y así fue. Pronto descubrí la prueba fehaciente de que el humor no es más importante que el sexo: el Prozac se vende cuatro veces más que el Viagra.
Lo que indica que por cada persona que necesita una manita para aligerar el cuerpo, hay cuatro que necesitan una ayudadita para aligerar el alma.
Y eso, ni Marx ni Melox, es el objetivo de este blog: ayudarnos a ver la realidad con los lentes de la ironía socrática.
Porque aprender a reírnos de la realidad no es asunto leve: se trata de aprender a ser tolerantes. De aprender a hacer aquella famosa distinción que Herbert Spencer pedía a sus interlocutores: no confundir la seriedad con la profundidad ni la hilaridad con la frivolidad.
Hay seriedades frívolas e hilaridades profundas.
Al menos desde Sócrates -pasando por Horacio, Erasmo, Nietzsche, Chaplin y Woody Allen-, la cultura occidental posee una tradición irónica cuyo objetivo es advertir que toda solemnidad esconde una voluntad de poder.
Sea en el nombre del Padre o en el de Marx, quienes toman demasiado en serio sus verdades acaban queriendo dominar a los demás para imponerles sus versiones monolíticas de La Verdad. No hay arrogancia que no pretenda convertirse en Iglesia.
Frente al vicio de la solemnidad, la ironía se erige como un humor terapéutico que nos sana de uno de los mayores males de la humanidad: la tendencia a creer que nuestros puntos de vista falibles han de ser dogmas de fe.
Por eso, contra la solemnidad excesiva, el mejor antídoto es el humilde y encorvado signo de interrogación que, en boca del payaso, del bufón de la Corte, del humorista renuncia a la voluntad de poder: lo suyo no es afirmar, sino cuestionar esas certezas inamovibles que han sido la coartada perfecta para cometer tantos crímenes a lo largo de la historia de la Humanidad.
Ya lo dijo Savater: la ironía nos protege de la Iglesia. (Amén).