El Chelista de Sarajevo

El 27 de Mayo de 1992 durante el sitio de Sarajevo, la artillería serbia atacó con morteros el mercado de Vase Miskina donde decenas de civiles hacían cola para comprar pan. El saldo del ataque fueron 22 muertos y cerca de 70 heridos, una cifra deleznable en una ciudad donde a diario caían un promedio de 329 proyectiles y la cifra de muertos rondaba las 32 personas diarias. Los casi 400 mil ciudadanos de Sarajevo encallecidos ya por la prolongada guerra simplemente se encogieron de hombros, dando gracias a Dios de haber sobrevivido un día más.

Sin embargo para Vedran Smailovic –un chelista de la desaparecida Orquesta Sinfónica de Sarajevo- las muertes de ese día no eran algo que pudiera olvidarse o confinarse a la estadística. Las muertes de ese día eran parte de la tragedia humana que ha convertido a la religión en una excusa para matar al prójimo en nombre de Dios. Por ello –y para honrar debidamente la memoria de los muertos- Smailovic sacó su viejo chelo a la calle y, durante los siguientes 22 días tocó el Adagio de Albinoni en las inmediaciones del mercado.

A muchos el gesto del “Chelista de Sarajevo” les pareció inútil. A otros les pareció una locura arriesgar su vida en un acto simbólico. Después de todo y aunque indudablemente bella, la música no serviría para resucitar a los muertos, ni detener el sufrimiento de los vivos. Pero los serbios que mantenían sitiada la ciudad enviaron un par de francotiradores a tratar de acabar con la vida de Smailovic y dar al traste con sus conciertos. Desde el punto de vista de los agresores, Smailovic era un hombre sumamente peligroso, un hombre que tenía esperanza y podía contagiarla a otros a través de su música. Y es que, a diferencia de muchos que ya habían bajado los brazos o caído en las garras del odio, el chelista de Sarajevo sabía que si bien su música no podía devolverle la vida a los muertos, ni terminar la guerra y el sufrimiento, su gesto no sería del todo inútil si podía recordarles a los demás la grandeza del espíritu humano y su capacidad de crear algo bello incluso en las peores circunstancias.

Poco a poco, a lo largo de los siguientes 22 días, este ‘gesto inútil’ se fue convirtiendo en algo más que un simple homenaje póstumo: para los habitantes de Sarajevo se volvió un recordatorio de lo que significa ser humano, de lo que significa ser creyente. El último día del homenaje a los caídos, decenas de personas se congregaron en el mercado de Vase Miskina a dejar flores a los pies del chelista.

De donde salieron las flores nadie podía imaginarlo: habiendo talado todos los árboles para calentar sus hogares durante el invierno, los habitantes habían tenido que recurrir incluso a quemar sus bibliotecas para encender el fuego. Las flores, esas efímeras obras maestras de la Naturaleza eran –como la música del chelista- una fútil ofrenda, un inservible gesto de agradecimiento.

Al finalizar el homenaje a los muertos en Vase Miskina no hubo intercambio de palabras, ni sesudos sermones sobre el significado del acto, o promesas de lucha y puños cerrados. No. Sólo hubo música y flores o, lo que un cínico no dudaría en llamar “un intercambio de bellas futilidades” que no modifica nada.

De hecho, la guerra continuó, el odio también y el siglo 20 simplemente tomó nota de una guerra más donde hicieron su reaparición las fosas comunes, los campos de concentración y las escalofriantes palabras “limpieza étnica”.

Pero hoy, a casi veinte años de distancia todavía hay algo perdurable en el “inservible” gesto de Smailovic: un recordatorio de que sin ese “intercambio de bellas futilidades” el hombre no es sino una desalmada bestia capaz de matar en nombre de alguna de las muchas abstracciones que la cultura occidental ha idolizado.

Como dice el personaje de la “Montaña Mágica” de  Tomás Mann, el cínico Adrián Leverkühn: si revocamos la Novena Sinfonía de Beethoven sólo podemos invocar evidencias negativas de lo que el hombre es capaz: Hiroshima, Auschwitz, Ruanda, Srebrenica y tantas otras atrocidades que los hombres hemos cometido en el nombre de una todopoderosa mayúscula (Dios, Patria, Raza, Razón, Verdad, etc).

Pero en Sarajevo alguien recordó que ser plenamente humano y, -me atrevo a escribir- ser plenamente creyente es tener la humildad de intercambiar bellas futilidades; cosas que aparentemente no valen nada: una sonrisa, un apretón de manos, una melodía, unas flores, un gesto de ayuda que si bien no lo resuelve los problemas del mundo, nos aligera el alma para seguir adelante.

Quizá por ello no esté de más recordar que nuestro mundo es Sarajevo en microcosmos: un lugar de supervivencia feroz y competencia deshumanizante donde cada uno se las arregla solo y las religiones ya no ofrecen consuelo.

De hecho, resulta triste constatar que las religiones se han infectado de rivalidad y odio, al punto de haber causado más de 40 guerras en los últimos 30 años, incluyendo el reciente intento de exterminar a la única población islámica nativa de Europa: los bosnios y kosovares de los Balcanes.

Las religiones hoy se han convertido en una coartada para odiar, en la perfecta excusa para imponerles nuestra idea de Dios a los demás. Y es que las religiones se han olvidado que no son “verdaderas” en el sentido científico del término, no son episteme –saber demostrable- sino pistis, un saber que guía existencialmente a quien lo posee.

Ello no implica que la verdad sea relativa. Más bien significa que la capacidad humana para abarcar la verdad es sumamente limitada. “El Tao que puede ser comprendido no es el Tao”, dice Lao Tzu y el Antiguo Testamento hace eco de esta sabiduría cuando dice “Quien ve a Dios cara a cara, muere”. En la Cábala  este mensaje es todavía más claro: Dios ha efectuado el Tzintzun –un deliberado encogimiento de Su poder- pues si Se mostrara en toda Su majestad no habría criatura capaz de tolerar Su grandeza.

Ahora bien, si hasta el más ilustrado de nosotros no es sino un foquito de 5 watts, ¿cómo esperamos que una religión o teología contenga la totalidad del poder divino? ¿No es acaso hora de regresar a aquella olvidada y humilde aseveración de Tomás de Aquino que dice “Dios supera infinitamente todo lo que el hombre pueda decir de Dios”? ¿No será hora de reconocer que Dios no puede ser defendido o predicado como “La Verdad”, pues Dios es algo más que un concepto?

Dios –coinciden los místicos y maestros espirituales de todas las tradiciones del mundo- es una intuición en el corazón del hombre que lo lleva a reconocer que existe Algo o Alguien que trasciende las limitadas agendas personales del ego. Dios se parece más a lo que los griegos llamaban Kalokagathia –una belleza buena o bondad bella-, más una palpitante convicción del corazón que una fría certeza de la mente.

Como tal, quizá Dios tenga mucho en común con la buena música que nos hace elevarnos por encima de nosotros mismos, por encima de nuestros odios y problemas cotidianos. Y de la misma manera que la buena música –Mozart, Beethoven, Albinoni- no requiere defensores, Dios tampoco requiere cruzados, soldados, legionarios o santos guerreros: necesita buenos intérpretes.

Los humanos somos los intérpretes de Dios en el mundo, somos los encargados de transformar esas partituras que llamamos Escrituras Sagradas en una bella melodía de amor al prójimo, respeto a la Naturaleza, y solidaridad con todo lo que sufre. Sin nosotros esas partituras no son sino erudición sacerdotal, y la erudición –ya lo sabemos- cae fácilmente en el pecado original de la soberbia: yo estoy en La Verdad, tú estás en el error.

En realidad, si tuviéramos la apertura de mente par ir más allá de nuestros dogmas favoritos veríamos que los fundadores de las grandes religiones del mundo trajeron un idéntico mensaje: haz el bien, evita el mal.

Trata de ser solidario, amable, considerado y evita todo lo que te dañe a ti, al prójimo y al mundo. Conviértete en un hombre justo (Judaísmo), en otro Cristo (San Pablo), en un Avalokitesvara o ser compasivo (Budismo), sé Hakim o agradable a los ojos de Dios (Islam), intenta convertirte en un Tirthankara (Jainismo) o un Khalsa (Sihkismo), trata de ser, en suma, alguien más preocupado por cuidar al mundo que por explotarlo.

Alguien, como el chelista de Sarajevo y sus oyentes que, a través de una simple melodía y una ofrenda floral pueda devolverle la esperanza a un mundo que ha olvidado la forma más elemental de bondad son esos pequeños gestos cotidianos que si bien pueden parecer fútiles a los ojos de muchos, nutren el espíritu humano y le hacen capaz de crear belleza incluso en circunstancias extremas.

 Para ver lo que fue el Sitio de Sarajevo y escuchar el Adagio de Albinoni haz click aqui:
Adagio Sarajevo
 
El Chelista de Sarajevo
Claudia Ruiz Arriola
Texto preparado para el Pre-Parlamento de las Religiones del Mundo 2009 y aparecido originalmente en la revista Xipe Totek del 30 de Junio 2010.

© De acuerdo con la Ley Federal de Derechos de Autor estos textos se pueden reproducir y circular total o parcialmente siempre y cuando sean atribuidos a su autor “Claudia Ruiz Arriola” y se incluya como fuente “elzoologicodeyahve.com”.

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