Dicen que los seres humanos iniciamos la vida como gringos, queriendo comernos el mundo a mordidas y que paulatinamente la experiencia nos hace franceses, resignados a esa impotencia que se trasluce en la galísima expresión “c’est la vie”. Digo esto porque tengo toda la semana divirtiéndome con el espectáculo de degustación de camotes que organizó la FIFA tras la eliminación de Irlanda con un gol en el que el astro francés del Barcelona, Thierry Henry, se ayudó con la mano para controlar y pasar el balón, otorgándole a los galos un inmerecido pase al Mundial de Sudáfrica 2010.
Tras revisar la repetición televisiva que no deja lugar a dudas de la intencionalidad de la mano de Henry y pese a las airadas protestas de los irlandeses, que por esta vía vieron irse al caño sus esfuerzos de cuatro años, el organismo otorgante del Premio Fair Play (ja!) decidió que el partido no puede repetirse y que el fallo FIFA es tan inapelable como los de la Iglesia medieval (FIFA locuta, causa finita est: la FIFA ha hablado, fin de la discusión).
Una vez hecho público el inmutable parecer del todopoderoso Blatter (que en Alemania 2006 hizo berrinche por la derrota francesa a manos de los italianos y no se presentó a la premiación), el autor de la trampa salió a decir que “lo justo era repetir el juego” y el cuerpo arbitral hizo también su contrito lavado de manos a sabiendas de que ambos ya habían sido perdonados y que las disculpas no tendrían ninguna repercusión sobre el resultado. Francia, como aquella fraudulenta Argentina de la “mano de Dios” sigue su camino en pos de la copa del mundo, mientras los irlandeses, víctimas de su propio Fair Play, la van a ver por tele.
Hasta aquí uno pudiera encogerse de hombros y decir al puritito estilo de la FIFA o Nicolás Sarkozy: o, la, la, c’ést la vie!, tranzas ocurren en todos lados y si nos pusiéramos a revisarlas todas no quedaría títere con cabeza (y para muestra las recientes confesiones del ídolo del tenis americano André Agassi de haber jugado dopado en la temporada del 1997). A fin de cuentas, los deportistas son jóvenes a los que resultaría hipócrita presionar para que cumplan escrupulosamente las reglas cuando los adultos hemos entronizado el éxito a toda costa y por encima de cualquier otro valor.
Pero sin duda algo huele mal en el reino cuando los organismos rectores de los deportes profesionales, las televisoras que los transmiten y los anunciantes que los patrocinan aceptan sin chistar (o disimulan, como el caso de Gillette) la legitimidad de la trampa en vez de exigir a FIFA la repetición del partido tal como demanda el concepto del Fair Play. Tan medrosa y agachada conducta hace a todas y cada una de las empresas y organismos involucrados en el fútbol profesional cómplices de la injusticia, amén de revelar que por muchos valores éticos y responsabilidad social que pregonen, para dichas empresas y organismos el reglamento de juego es irrelevante y el juego limpio (o lo que es lo mismo la integridad ética de los jugadores, equipos y cuerpo técnico) es una prestigiosa bandera que se puede ondear con fines comerciales y pisotear a voluntad.
Lo que a estos “dueños del balón” les pasa de noche es que el deporte profesional no es, y no nunca ha sido, un mero espectáculo o negocio. Como magistralmente explica Johann Huizinga en su clásico tratado sobre la actividad lúdica del ser humano, el juego agonal, antitético y social (o sea la competencia deportiva reglamentada en la que participan dos equipos y miles de espectadores) es, una de las formas privilegiadas de creación cultural. De hecho, dice Huizinga, jugar es una costumbre creadora de derecho y no exagera: nuestra cultura vio nacer su concepto de justicia (dikaiosiné) y de excelencia moral (areté) en las ‘intrascendentes’ justas deportivas de los griegos.
Desde entonces es jugando como nuestras culturas han aprendido y transmitido a sus jóvenes los valores necesarios para vivir en una democracia: apego a reglas idénticas para todos, respeto al rival, y esa exigencia de exceder a los demás en un ámbito sin privilegios. Por eso, dice Huizinga, hacer trampa es la antítesis de la actitud deportiva pues “la esencia de toda competencia es ganar dentro de las reglas” echando mano de los propios méritos y talentos (Homo Ludens, Alianza Editorial).
Y es que el juego reglamentado es libre, superfluo, está más allá de la vida cotidiana y sin embargo le da orden y belleza a nuestro diario quehacer. Por eso Aristóteles decía que las actividades del ocio –entre las que incluía la práctica y espectáculo deportivo- constituían en la niñez y juventud la influencia más decisiva para el desarrollo de una ética (o estándar de excelencia moral) personal. En una sociedad donde los jóvenes crecientemente toman sus modelos a seguir de las filas de los Messi, los Ronaldo y los Henry es indispensable no premiar a quienes hacen trampa. Máxime si –como Henry- son personas elegidas por UNICEF para servir de ejemplo a para los niños del mundo.
Publicado originalmente en el Diario Mural del Grupo Reforma.
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