Indulgencia Cervecera

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Johann Tetzel

Allá por 1516 un regordete monje dominico llamado Johann Tetzel llegó al Sur de Alemania. Tetzel era un predicador itinerante y llevaba en sus alforjas una misión divina: comunicar a los campesinos de Alemania la doctrina que Su Santidad León X acababa de aprobar y que decía más o menos esto:

La fe no es suficiente para salvarse, hay que hacer obras de caridad y, entre ellas, ninguna más importante que darle dinero al Papa para construir la Basílica de San Pedro (ajá).

Para facilitar el desapego de los campesinos de las monedas que se habían ganado -según la maldición bíblica- “con el sudor de su frente”, Tetzel traía consigo unas urnas con triple cerradura para impedir que les metieran mano antes de llegar a su destino (por aquello que  dicen los Proverbios: “Ante el arca abierta, hasta el justo peca”.)

Cuando Tetzel llegaba a una población, se dirigía al púlpito a predicar sobre lo que él llamaba “el más precioso don de Dios”: las indulgencias. “Acaso -decía Tetzel a sus oyentes- no escuchan los gemidos de sus padres, de sus amigos que  suplican: Ten piedad de nosotros, ten piedad de nosotros pues sufrimos severos castigos y dolores. De esta suerte tu podrías salvarnos con solo donar una pequeña cantidad y ¿no quieres hacerlo? Nosotros te parimos, te cuidamos, te alimentamos y heredamos y ahora ¿eres tan cruel que no nos quieres salvar de nuestros interminables tormentos depositando unas monedas en las urnas?” (Ya se ve que el terrorismo y chantaje espiritual era lo de Tetzel)

Y mientras el dominico explicaba como el sonido de las monedas de los fieles liberaban del Purgatorio a las almas de sus parientes, los ayudantes del predicador instalaban las urnas en las afueras de la iglesia para recoger el fruto de la simonía (venta de favores divinos) aprobada por el Papa.

La estrategia -ya sabemos- funcionó a la perfección: las arcas vaticanas se desbordaron, causando estragos en la economía de las

Martin Lutero
Martin Lutero

familias más pobres (que eran también las más “penitentes”). El negocio divino iba sobre ruedas hasta que un buen día, la predicación de Tetzel cayó en los oídos de un monje agustino llamado Martín Lutero.

A Lutero eso de que “con dinero baila el perro, hasta en el Purgatorio”, como que no le latió por lo que, tras la negativa de sus Obispos de darle audiencia para presentar sus argumentos, decidió “publicar” su desacuerdo clavando 95 objeciones en las puertas de la Catedral de Wittenberg.

Las objeciones de Lutero encontraron eco entre los estudiantes y seminaristas locales que las imprimieron en la recién inaugurada imprenta de  Gutemberg dando origen a la Reforma Protestante.

¿Y la Cerveza, amá?

No crean que ya se me olvidó que este mes íbamos a hablar exclusivamente de cerveza.

Lo que pasa es que mientras Lutero y el Vaticano se trenzaban en un épico conflicto teológico, 500 kilómetros al sur del centro de la polémica religiosa – en Münich capital de Baviera-, el Duque Guillermo IV meditaba sobre asuntos más urgentes e importantes (diría Stephen Covey) para la salvación de las almas.

Y es que al Duque le preocupaba que la salud terrenal y eterna de sus súbditos estaba siendo amenazada por hombres sin escrúpulos que vendían cerveza adulterada.

Siendo un hombre de fe (Guillermo sería el aliado principal del Papa contra Lutero y razón de fondo por la cual en el sur de Alemania los católicos aún son mayoría), el Duque de Baviera creía, sin temor a equivocarse, que su derecho divino a gobernar incluía la responsabilidad indeclinable de asegurarse que sus súbditos tuvieran cerveza de calidad (¡Eso se llama buen gobierno!).

La fuente de la divina certeza cervecera de Guillermo Duque de Bavaria era el bendito Edicto de Augsburgo del siglo 13, donde se establecía que “vender cerveza de baja calidad es contrario a la caridad cristiana” (¡utz, así hasta yo me hubiera dejado bautizar!)

reinheitsgebottbd1Así que, mientras Lutero y el Papa intercambiaban argumentos, insultos y excomuniones, Guillermo decidió cumplir a cabalidad su obligación moral y convertirse en benefactor de la Humanidad promulgando la Reinheitsgebot, o “ley de la pureza cervecera”.

Esta ley, que todavía hoy los mejores productores alemanes presumen en sus botellas bajo la leyenda Reinheitsgebot, prohibía usar en la elaboración de la chela cualquier ingrediente que no fuera agua, lúpulo y cebada.

Amén de la derrama económica que la Reinheitsgebot dejó a los bávaros por el sabor y calidad de su cerveza (y las variedades que inaguró pues, como veremos, la cerveza de trigo no pasaba la prueba), muy pronto se hicieron evidentes también los beneficios para la salud corporal y la salvación eterna que una buena cerveza trae consigo.

Al grado de que el mítico galeno Paracelso, otrora opuesto al consumo de alcohol, acabó por ceder a la evidencia médica y antes de su muerte en 1541 dejó asentado para la posteridad que: “Cervisiae malorum, divina medicina” (la cerveza con moderación es medicina divina).

Y, no obstante su oposición al Papa, al catolicismo y al Duque Guillermo, Lutero también tuvo que aceptar que, si bien las Indulgencias no nos acercan al Cielo, la cerveza si; pues, en palabras de monje de Wittenberg, cuando Satanás nos tienta con la perfección moral y nos reta a no beber y abstenernos de todo pecado, el mejor antídoto contra la soberbia es beber cerveza, “mucho y libremente, con el único afán de contrariar al demonio y burlarnos de él”.

Es Octubre: Mes de la Cerveza. Mes de la ¡Salud! Mes para ser buenos cristianos y acercarnos al Cielo contrariando al demonio con indulgencia cervecera. Amén.

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