Chivas: Anatomía de una Pasión

Estoy en un aprieto. Mis lectores me piden explicarles ese fenómeno religioso que son las Chivas Rayadas del Guadalajara. Suponen que al ser filósofa e interesarme la historia de las religiones, tengo elementos para explicarles los misterios gozosos, gloriosos y dolorosos del equipo de mis amores. Suponen mal. Explicar una pasión deportiva, lo mismo que una religiosa, es algo que sólo puede hacer un incrédulo. Para un creyente dar cuenta de su propio credo es tan arduo como intentar explicarle la gama de colores del Universo a un ciego de nacimiento.

¿Sabes lo que es llorar, gozar, romperte los huesos de la mano tras la falla de un penal? Cuando un esférico viaja por los aires ¿se te ha cortado la respiración en ese silencio preñado de esperanza que estalla en canto si, y sólo si, el balón se anida en el altar de la portería rival? ¿No? Entonces será difícil que entiendas. Y si lo entiendes, se pierde el encanto. ¿A quien puede interesarle la autopsia a una inmensa fiesta? Sólo un derviche con sus bailes extáticos y el corazón ebrio de placer podría captarlo. Si no eres creyente, nada puedo hacer por tí: el Paraíso Chiva te está vedado. Quizá se te conceda sonreír ante una pasión que se antoja infantil o boba, pero tu sonrisa oculta la nostalgia del no iniciado. Así sonríen todos los que habiendo oído hablar de los vuelos místicos,  no son capaces de experimentarlos. Por eso no te puedo explicar nada, sólo puedo contarte…

Al igual que toda religión que se precie de serlo, esta se aprende en casa. Se mama, se palpa, se respira mucho antes de comprenderse. Su inicio tiene más de cosmovisión ética que de pasatiempo lúdico. “En aquellos tiempos” inicia el relato y, como el sultán de las Mil y una noches, uno se queda embebido, prendado para siempre por las leyendas y el santoral del equipo más popular de México. Y es que el catecismo de esta religión inicia con las palabras mágicas de todo buen cuento: el “había una vez” que nos remonta a ese tiempo mítico que es edad dorada, paraíso perdido y forja de héroes: El Campeonísimo. Fue en esa época cuando, habiendo ganado 4 títulos al hilo, ocurrió la milagrosa metamorfosis. Una oncena de jugadores mexicanos se fundió con su hinchada en ese yo colectivo que es pueblo, comunidad e iglesia. De esa feliz unión, nació el Rebaño Sagrado, el fenómeno social más importante del fútbol mexicano.

Inicio, pues, el relato de mi religión como hacen los cuentos. Hubo una vez un equipo de fútbol de la división amateur que eligió por colores el rojo y el blanco de los Cruzados, como si en la mente de sus fundadores rondara ya el presagio de su decidido asalto a la gloria futbolera. Formado con puros mexicanos, este equipo debutó en la Primera División en 1943 con una victoria de 4-0 sobre el Atlante. Aquellos cuatro goles parecían anunciar un auspicioso adviento, pero no fue así. Al equipo le costó sangre, sudor y lágrimas consolidarse. En la década de los cincuenta mis Chivas figuraban como un equipo importante. Pero su fama era tan ignominiosa como la que hoy persigue al Atlas: suyo era el dudoso honor de terminar siempre a un paso de la corona.

Sus rivales –especialmente los pérfidos chilangos- les apodaron el “ya merito”. Se rumoraba, en ese alarde de malinchismo tan nuestro, que un equipo sin extranjeros jamás podría coronarse. Y ahí, en la humillación y la burla, en la subvaloración de lo nuestro, comenzó el romance del pueblo mexicano con este equipo tesonero. Porque ante la sorna, el Guadalajara se creció, y en 1957 con un solitario gol de Chava Reyes ante el Irapuato, consiguió cerrarles la boca a los incrédulos. Sin embargo, el  título de la Primera División, no fue suficiente para convencer a los Infieles.  “¡Fue pura suerte!”, dijeron con envidia los lores de la Capital para explicar su oráculo fallido.

Un equipo de mexicanos –y para colmo de “rancheros de provincia”- no podía aspirar a ser grande. Demostrar lo contrario requería un milagro. Y esa fue la gesta histórica de los Once de este equipo cuyos nombres quedarían para siempre grabados en el santoral Chiva: el Tubo Gómez, la Pina Arellano, el Bigotón Jasso, el Jamaicón Villegas, el Chololo Diaz… Porque nada pudieron ya argumentar los miembros de la supuesta raza aria futbolera cuando –entre 1958 y 1962- los “inditos” del Guadalajara conquistaron el titulo de campeones de la Primera División cuatro veces consecutivas; ni cuando, poco a poco, fueron adornando sus modestas vitrinas con vistosos trofeos: la Copa Challenger en el 61, Campeón de Copa, Campeón de Campeones, los títulos del 64, del 65, del 70, del 87 y del verano de 1997… De hecho, tan respondones salieron los inditos de Provincia que hasta el año pasado eran el único equipo con 10 títulos en México, el único capaz de llenar estadios a donde vaya y, el único que juegue donde juegue en este País o en el del Norte, siempre será local (agasajen la oreja, chamacos).

Pero no se me distraigan, tener más títulos que cualquier otro equipo mexicano no es el quid de la religión Chiva. Los trofeos son sólo la prueba que nos gusta restregarles en las narices a los demás; pero la pasión que engendra el Rebaño Sagrado tiene otras fuentes, tribales, primigenias, antitéticas. Ser Chiva –realmente Chiva- es por fuerza ser maniqueo y militar activamente contra las fuerzas del mal, encarnadas por dos equipos de dudosa alcurnia. Para este credo, las Águilas del América son su antitesis, el príncipe de los Infiernos, la Némesis a vencer, la deidad de los poderosos, de los ricos, de los que reniegan de su mexicanidad a favor de lo extranjero. El rival más odiado de un Chiva es sin duda el Belcebú de Televisa, un ídolo de pies de barro y alas de papel moneda cuyo culto no ha crecido con el sudor de los humildes, sino a base de billetazos, de jugadores importados y de contubernios con el poder arbitral. La segunda potencia del mal es el Atlas, paje menor de los avernos, equipo de quienes se estilan de sangre azul o presumen de ser –como los chés- europeos en el exilio. Nunca jamás, jueguen contra quien jueguen, podrá un Chiva desearles suerte a estos dos equipos.

De estos elementos viscerales se nutre la gran Misa pagana que es un Clásico de fútbol; rito de iniciación, símbolo y sacramento de la religión Chiva. Cuando el Guadalajara salta a la cancha en un Clásico local o nacional, no es el orgullo de su hinchada, ni un simple balón lo que está en juego. En el templo de césped se escenifica, no una, sino tres guerras santas. Aquí el balón se disputa como si fuera una reliquia sagrada, el gol se busca como los místicos buscan a su Dios, la portería se defiende como el último bastión de la fe ante un ejército de Infieles. Olvídense de Osama y al-Qaeda. Triunfar en un Clásico nada tiene que ver con ganar un partido: se trata de llevarse la victoria en la eterna batalla cósmica del Bien contra el Mal, derrotar al explotador en una encarnizada lucha de clases y, demostrar que la raza azteca no es inferior a ninguna otra. Estas tres luchas –moral, económica y racial- se subliman en la tribuna con los colores, los coros y los cánticos guturales de una religión ancestral: Gritar ¡Chi-vas! ¡Chi-vas!, en un Clásico es participar en un fervoroso rito de comunión divina.

Por eso, más que ningún otro equipo, el Rebaño pone en evidencia la identidad íntima de un mexicano. Ser Chiva o anti-Chiva tiene visos de categoría moral: dime a quién le vas y te diré quién eres. Militar en las filas del Rebaño es tener la certeza de que nacer en un pobre pesebre no determina nuestro destino. Bienaventurados  los humildes –dijo Jesús- porque ellos heredarán la tierra. Este es el argumento final, el hecho científico –indiscutible y comprobable- que debe enfrentar quien quiera cuestionar la grandeza de este equipo. Porque su inigualado palmarés –las diez estrellas de su escudo- permite a sus adeptos levantar la barbilla y desafiar la riqueza, el poder y la dudosa superioridad racial de sus rivales. Ser Chiva es apostar a la risa catártica del que al último ríe. Es poder decirle a todos los que se ostentan de arios o de millonarios: si, yo seré muy albañil, muy obrero, muy bicicletero, indito, provinciano y naco, pero no se te olvide que en este terreno –en esta catedral verde de nuestro deporte nacional- soy más que tú o que cualquiera que se me ponga enfrente. Así es y así debe de ser. ¡Arriba las Chivas! ¡Y viva México, caones!

Chivas: anatomía de una pasión
Claudia Ruiz Arriola
Publicado Originalmente en la Revista Tragaluz, Marzo del 2005.
Foto: Esparta Palma
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