Domingo en la tarde. En la plaza principal –frente a la iglesia- hay una larga mesa rectangular. Alrededor de ella se sientan niños, hombres y mujeres de todas las edades a cumplir un ritual tradicional. Pendientes de las palabras del hombre que ocupa la cabecera, unos maldicen, otros ríen, algunos caen en éxtasis. Conforme el juego avanza, los jugadores apuntan con frijoles crudos en sus cartas de juego. “¡El catrín!”, “¡El trompo!”, “¡El diablito!”, proclama el organizador. “¡Lotería!”, grita un jubiloso participante en un extremo de la mesa. Gruñidos de los perdedores, risas del ganador. El juego se levanta y cada quien se va para su casa. Una vez más, el diablo ha ganado la partida.
El diablo. O, más certeramente, “el diablito” como le decimos los mexicanos con el cariño que nos inspiran sus faltas humanas, demasiado humanas. Caricatura vestida de rojo, con cola puntiaguda, barba de candado y cuernitos, el diablo tercermundista anda siempre sonriente, blandiendo su trinche para agitar los fuegos líquidos del infierno y empujarnos hacia ellos. Nuestro diablo es pequeño, más sinvergüenza que malo, a la medida de nosotros mismos. Quizá el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung tenga razón, y el diablo sea la medida de las culpas del subconsciente colectivo de un pueblo. Sólo así no resulta tan sorprendente la disparidad entre el Diablo –así con mayúscula de la teología traída de Europa por los Conquistadores y los diablitos del imaginario latinoamericano o indígena.
Porque entre el concepto de Satanachia o Satanás de judíos, cristianos e islámicos y el de Ah Puch, el demonio maya; Guecubu, demonio mapuche; y Uoke, el demonio de Rapa Nui hay un abismo. Mientras el primero (y sus derivados Belcebú, Baal, Behemoth, Baphomet) encarna el principio del Mal –así con mayúscula- los segundos son más bien seres infantiles, egoístas y traviesos. Por ejemplo, Uoke, demonio de la Isla de Pascua es muy parecido al diablito de Eugenio Derbez, permanentemente dedicado a mover una palanca para causar diversos males a la humanidad por pura diversión. Lo mismo ocurre con los espíritus malos de los Indios Pueblo, los de los aborígenes de Australia o los de Uganda[1].
La diferencia entre estos diablos no se limita al “look” o al sentido del humor de los teólogos y chamanes que los crearon. En realidad, la imagen del diablo expresa las creencias de un pueblo sobre el origen y el poder del mal. Así por ejemplo, mientras Lucifer y sus huestes tienen realidad metafísica –son seres perfectos pervertidos por la desobediencia-, los diablitos autóctonos son seres como nosotros, más egoístas y mezquinos que malvados o perversos. Unos hacen el mal por que es su naturaleza hacerlo, otros hacen el mal por debilidad de la voluntad. Ambos, sin embargo, cumplen con creces su misión de sembrar discordia entre los hombres.
Y es que el pedigrí del diablo nos remite necesariamente a la función disgregante que, en la historia humana, juega ese ser peludo y panzón que llamamos diablo. Diabolos viene de dos palabras griegas dia/separar o disgregar y bolos/recipiente o medalla. Cuando en la antigua Grecia un grupo de amigos iba a separarse o emprender un largo viaje se rompía una vasija o medalla, cuyos pedazos se repartían entre los presentes quedando comprometidos a devolverse la hospitalidad cuando volvieran a unirse las piezas. La unión de las piezas o symbolos –lo simbólico- era el dominio de los bienes, las religiones y los dioses; el diabolos, por el contrario, era el momento de los males, del sufrimiento y la separación. Lo simbólico une, lo diabólico separa.
Así, entre quienes postulan a Satanás como espíritu diabólico por excelencia, el Mal es una superpotencia de la discordia: tiene vida propia, es enorme, absurdo y puede pavonearse a plena luz del día sin sentirse intimidado por nada o nadie. El poder de Satanás es también ilimitado pues rivaliza con Dios (al menos temporalmente) y daña al ser humano por el placer de hacerlo, como en el caso de justo Job bíblico. Satanás es el paradigma de la perversidad que uno puede relacionar con los campos de concentración o los asesinatos en serie. Su misión diabólica es el mal absurdo, sin otro objetivo que alejar al hombre de Dios para evitar la plenitud del cielo vedada a Luzbel para siempre. Ante este Poder del Mal, absoluto y externo al ser humano, lo único que procede es rezar o acogerse a los diversos rituales y sacramentos de las religiones monoteístas para evitar caer bajo su influjo.
Sin embargo, este no es el concepto del diablo que tienen los pueblos primitivos. Para ellos, el diablo es un ser más light –bajo en calorías y poderes- un ser débil, insignificante y cobarde que necesita del anonimato de la masa o “lo oscurito” para decidirse a hacer lo suyo. Se trata de un diablo incapaz de nada grande, pues en él no hay esa corrupción de lo óptimo que hace a Lucifer tan apto para el mal como alguna vez lo fuera para el bien. El espíritu maligno de los pueblos primitivos –antecesor de nuestro diablito de la lotería- no tortura, ni mata. Sólo roba, engaña, agandalla y golpea. Como quien dice, no es perverso sino mezquino, astuto y egoísta. No busca el mal, sino el bien indebido para sí al margen de las consecuencias de sus actos para los demás. Por eso suele representársele en guisa de zorro o chacal[2].
Su forma nos dice que este diablito no es el gran depredador de apetitos insaciables y cacerías espectaculares. Es el carroñero que se da con sacarle provecho a los huesos que el destino le pone a su paso. No inspira a cometer grandes crímenes. El suyo es un mal modesto: se satisface con alentar ínfimas corruptelas en la chamba, diminutas traiciones cotidianas, pequeñas infidelidades hacia la pareja, cobardías insignificantes a la hora de decir la verdad y tranzas en el mercado o en la declaración de impuestos. El diablito así entendido es un minorista del mal, opera siempre a pequeña escala porque la insignificancia de sus tranzas es su mejor carta de presentación.
Su idea es no escandalizar o alardear de sus proezas. Su idea es que se le tolere como algo “normal”, como parte de la naturaleza de las cosas. Nadie –como no sea un puritano o moralista- invocaría la ayuda divina contra estos diablitos. Nadie se supondría poseído por el demonio por incurrir en alguna de estas conductas. Sin embargo, la misión diabólica de separar y desunir a los seres humanos se cumple a la perfección con esta modesta estrategia. Sus frutos no son las abominaciones de Satanás: fosas comunes, campos de exterminio, guerras en nombre de Dios, odios exacerbados. Lo suyo es una paulatina degeneración de las relaciones humanas tan invisible como efectiva: el desaliento, la desesperanza, la desconfianza, la soledad y la injusticia social que aqueja a buena parte de nuestra sociedad es obra de este diablito del que el literato ruso Alexander Solzhenitsyn alguna vez comentara, “anida en el corazón del hombre antes de penetrar los sistemas políticos, económicos y sociales”[3].
Al final del día, puede que la teología occidental tenga razón. Puede que Satanás exista como un ser por derecho propio. Pero quizá no esté de más reivindicar la verdad oculta en las concepciones primitivas del diablo para las que Satanás es una ilusión óptica formada por la suma de todos esos diminutos actos y omisiones que los humanos solemos desestimar con un “¿qué más da?”, “al cabo todo mundo lo hace” y/o un “el que no tranza, no avanza”.
[1] Las creencias de algunos de estos pueblos pueden verse en el capítulo “Primal Religions”, en P. NOVAK: The World’s Wisdom, Castle Books, New Jersey, 1994 y en el apartado “Travels” de C.G. JUNG: Memories, dreams, reflections, Vintage Books, New York, 1989.
[2] Las mitologías antiguas de los Sioux, los Pueblo e incluso algunos pueblos europeos primitivos coinciden en dar al espíritu maligno forma de chacal. Entre los diablos con esta forma destaca el dios vikingo Loki, urdidor de mil travesuras para sembrar la discordia entre los hombres. Bullfinch’s Mythology, Gramercy Books, New York, 1979.
[3] Citado en G. SILVA ENCINO: URSS, ¿Reencuentro con Dios?, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1985.
El diablo es tercermundista Claudia Ruiz Arriola Publicado originalmente en la Revista Mirada, Septiembre 2004. Imagen de Omar Bárcena © De acuerdo con la Ley Federal de Derechos de Autor estos textos se pueden reproducir y circular total o parcialmente siempre y cuando sean atribuidos a su autor “Claudia Ruiz Arriola” y se incluya como fuente “elzoologicodeyahve.com”.