Irreverente Lucidez

¿Se imaginan al ilustre Descartes, padre de la filosofía moderna, defecando en público? ¿O al puntilloso Kant –cuyo trayecto diario servía para ajustar la hora en reloj de la catedral de Könnigsberg-, buscando su alimento en el basurero municipal? ¿O a Hegel –el mayor besa-traseros de la historia del pensamiento- mandando a freír espárragos al hombre más poderoso de su época? Para acabar pronto: ¿se imaginan a cualquier filósofo moderno –desde Habermas hasta los burócratas del pensamiento que moran al interior de las Universidades- escandalizando con su modo de vida a la ‘buena sociedad’ para subvertir sus certezas?

No, desgraciadamente los filósofos –antiguos encargados de conjurar la aparente sabiduría de las opiniones recibidas y los tópicos comunes- son, hoy por hoy, modelos de decencia, mascotas domésticas del establishment que les alimenta.

Ni siquiera Nietzsche –el más vesánico pensador de los últimos 25 siglos- escapó a la trampa de la filosofía académica. El solitario de Sils-María se retiró “a vivir voluntariamente entre el hielo y las altas montañas” cual sherpa himalayo, concentrando su rebeldía en las bien abigarradas páginas de sus escritos. Sin embargo, en público el transmutador de todos los valores y crítico acérrimo de la moral burguesa se presentaba como el perfecto caballero.

Otro tanto puede decirse del rumano Cioran. Quizá Unamuno haya sido el último de los Grandes Irreverentes. Bajo arresto domiciliario, el Rector de Salamanca solía tomar el Sol desnudo en la azotea de su domicilio –colindante con la parroquia-, con el saludable objetivo de escandalizar a las buenas familias que acudían a la Misa dominical a elevar sus rezos por la salud del Generalísimo Franco y su gobierno.

Así pues, ¿de dónde sacar esa tan necesaria filosofía de la irreverencia y del escándalo, si en nuestros días los filósofos suelen ser apocados pensadores de academia, soporíferos ideólogos de la mediocridad, o críticos especializados en un nicho de mercado para el que crean –con la regularidad de una línea de producción- obras que se funden y confunden con los variados tonos del gris reinante?  La respuesta es, obviamente, en Grecia, donde en los siglos V y IV A.C. floreció la secta de los Cínicos.

Como todos los rebeldes, los cínicos gozan de mala fama. Hoy se le dice cínico al hipócrita de bolsillo, al burlón sin ética que ríe de los demás pero nunca de sí mismo. Sin embargo, nada más lejos del cinismo filosófico de Antístines o Diógenes. Para ellos, el cinismo era un revulsivo ético; la burla era una labor de zapa contra los convencionalismos sobre los que se erigen las tiranías de unos pocos, pero también contra los ‘suaves despotismos de las mayorías’, esos ‘valores’ que llevan al individuo a suspirar por la aprobación colectiva. La fama, la moda, la decencia, las condecoraciones militares o políticas, la religión mayoritaria, el título nobiliario, el aplauso de la multitud, el propio prestigio  –en suma, la philodoxia o excesiva preocupación por la opinión ajena- es el blanco de los mordaces bombarderos de la filosofía cínica.

Advertidos por Sócrates que en el ámbito de la conducta no hay mejor pedagogía que el ejemplo y la ironía, los cínicos prefirieron el escándalo al argumento académico, practicaron con fruición la irreverencia y la desobediencia cívica y, cultivaron la ‘vulgaridad’ de lo natural contra la pedantería de los cultos y ‘civilizados’ helenos. Así, el máximo exponente de la Escuela, Diógenes de Sínope hacía todas sus necesidades físicas en público, hecho que le valió el apodo de Perro (kyón) de donde tomaron nombre sus seguidores los kynikoí o cínicos. Crates e Hiparquia hacían el amor en la plaza a plena luz del día, mientras Metrocles se convirtió al cinismo tras el penoso episodio de dejar escapar un ruidoso gas cuando tomaba una clase en el Liceo aristotélico.

La completa desvergüenza de los cínicos, si bien memorable –las páginas de Diógenes Laercio están llenas de anécdotas similares-, no era el fuego fatuo de la rebeldía adolescente de los hippies o los beatniks de los 60s; la suya era una bien pensada crítica social y una deliberada subversión ética. De hecho, la desfachatez cínica (anaideia) es la ironía socrática llevada a sus extremos: en la carcajada del cínico ante la reacción indignada de la burguesía decente se adivina el propósito de una lúcida pantomima ética. Los cínicos recuperan lo ‘natural’ –orinar sobre las estatuas de los dioses o amar en público como perros- porque encuentran ese comportamiento ‘vulgar’ menos vergonzoso que conductas ‘civilizadas’ y públicamente aceptadas como son adular al poderoso, obedecer al injusto, ser esclavizado por el ansia de riquezas, mentir para salvaguardar el pellejo profesional, o vivir para el qué dirán.

El cínico usa la insolencia para hacer pensar, lo suyo es poner en tela de juicio todos los valores, las autoridades, las costumbres vigentes para revelar que tras ellas, siempre hay algún beneficiario de nuestra sumisión a los cánones sociales: el político, el revolucionario, el financiero, el sacerdote, el general, y –puesto que el cinismo es también igualitario- el macho. Todos conspiran, a través de los ‘valores de la decencia’ y las ‘instituciones respetables’ para que la sociedad siga produciendo súbditos del poder: ciudadanos que elijan, rebeldes necesitados de caudillos, consumidores que compren baratijas, creyentes que sostengan los templos, soldados que mueran por ellos y damitas siempre atentas al capricho de su amo.

Esta servidumbre voluntaria, piensan los cínicos, es la verdadera impudicia que vale la pena combatir desde sus causas. Y en el embrión de todas las tragedias humanas los cínicos encuentran a la solemnidad. Tomarse las frágiles hipótesis humanas –sobre Dios, la patria, la familia, la moral, la ciencia, el trabajo, e incluso el juego- demasiado en serio; convertir cualquiera de ellas en ‘lo respetable’, ‘lo digno’, ‘lo hierático’ es el preludio de los fanatismos, tan proclives a producir patíbulos. Por eso –por un motivo que hoy llamaríamos humanitario- para el cínico no hay temas tabú; ninguna institución o autoridad está exenta del derecho que otorga la parresía (libertad de palabra) para reírse o cuestionar sus fundamentos.

El cínico se burla de lo sagrado, porque entiende que lo sagrado no deja de ser un producto de la irrisoria soberbia humana. Pero, fieles al legado socrático, no buscan la confrontación violenta. Lo suyo no es arengar o hacer adeptos. Son pensadores éticos, no moralistas. Carecen de un sistema que predicar, porque no es en los sistemas donde nace el pensador independiente al que aspiran con su estilo de vida. Por eso el arma más poderosa del cínico es el comentario mordaz, el chiste, la burla, la caricatura y la ironía. Ellos no nos dicen qué creer, pero nos libran de la fe ciega, de la inercia de la tradición, de asumir ideas –no porque sean verdaderas- sino porque están “in”. Al final del día, la carcajada cínica no tiene por fin reformar las costumbres de los poderosos, sino –como toda ironía- busca librarnos de las garras de los ideales hieráticos y de esos monaguillos solemnes, tan capaces de morir por sus ideas, como de matar a los demás con tal de imponerlas.

Irreverente lucidez
Claudia Ruiz Arriola
Publicado originalmente en la Revista Tragaluz, 2006.
Foto: Jupiter Images
 
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