Los Tapatíos y Otros Desastres Naturales

Entre lo que José Martí llamó los “criollos exóticos” de América Latina, los tapatíos tenemos un lugar especial. Hechos, según el folclor, a imagen y semejanza del charro mexicano, somos mundialmente famosos por tradiciones y mitos que en la Guadalajara de hoy sólo existen en las postales turísticas y las revistas de los aviones. Para empezar no hay calandrias por doquier, ni la nuestra es una ciudad amable como reza su lema, ni nos distinguen las rosas que otrora fueran el emblema de la Perla, ni mucho menos huele a tierra mojada como pregona la canción. Guadalajara, como cualquier metrópoli de homo sapiens motorizados, es hostil, tiene más cemento que flores y emana aromas típicamente urbanos que van desde la torta ahogada hasta los vapores flatulentos de la Cuenca del Ahogado, involuntario desagüe de la cuidad.

Pero si Guadalajara no es como la pintan, los tapatíos son fieles a su fama. Dice la leyenda que el nombre “tapatío” nos lo dio una popular monedita de oro que circulaba en la Colonia. Pero ese cuento, como todas las historias tapatías, hay que tomarla cum grano salis –con un grano de sal, al estilo de los escépticos romanos-, pues las moneditas de oro a todos agradan, y el tapatío actual no destaca por su popularidad entre la fauna azteca. Más bien, dicen las malas lenguas, el mote se lo debemos a la llegada inoportuna de unos visitantes a la casa donde los miembros de una familia se deleitaban con exquisitas viandas y vinos generosos. Al ver que las visitas eran muchas y venían hambreadas, el anfitrión se puso a cubrir apresuradamente los manjares para evitar compartirlos, al tiempo que ordenaba a su pariente: “¡Tapa, tío! ¡Tapa, tío!”.

El Clásico Tapatí

No por mal intencionada la anécdota deja de tener razón. A diferencia del regio, de quien se dice es alérgico a gastar, al tapatío no es desembolsar lo que le duele, sino tener que compartirlo. Al clásico tapatío lo distingue una peculiar forma de convivencia que simultáneamente le exige presumir lo que no tiene y ocultar lo que es suyo. De hecho, como al protagonista de la anécdota, al clásico tapatío no le gustan las visitas sorpresa, pues quien arriba sin anunciarse puede encontrar al anfitrión y su hábitat “al natural” y eso, en una ciudad que vive por y para las apariencias, es fatal. De ahí que en los hogares tapatíos las visitas se anuncien con días de anticipación, permitiendo a los anfitriones montar el escenario, ensayar los diálogos y esconder las tramoyas de la vida cotidiana. Adicionalmente y de acuerdo a una regla no escrita del Manual de Carreño local, es de modales exquisitos llegar como mínimo una hora tarde, permitiendo a los anfitriones recoger todo lo feo, lo despostillado, lo del uso diario y reponerlo por las cosas “mejorcitas”: vajilla, adornos, utensilios comprados con el único fin de deslumbrar.

La diversión de un Tapatío sigue la misma lógica teatral. Buena parte del ingreso de una familia típicamente tapatía se va en cuotas de pertenencia, un impuesto revolucionario que los pater familias pagan con tal de estar “in”. En promedio, un tapatío de este sector mantiene dos casas de veraneo –sierra y playa-, hace aportaciones millonarias a los clubes de golf o hipismo de abolengo y, frecuenta espectáculos de estratosféricos precios, aún cuando del repertorio de un tenor internacional el tapatío medio no reconozca ni disfrute más que “O sole mio” y “Granada”. Pero sin duda el pasatiempo favorito de los habitantes y las habitantas de Guadalajara es la heráldica. Descifrar los blasones del árbol genealógico del interlocutor es el procedimiento estándar –ISO 9000- de la etiqueta tapatía. Además de permitir identificar a la persona, conocer su pedigrí hasta la generación del Arca de Noé permite demostrar que uno es más tapatío que él.

Si se pudiera resumir la máxima aspiración del tapatío en una palabra, habría de decir pertenencia. Con tal de ser aceptado, el tapatío es capaz de todo. Incluso es común entre los tapatíos de clase media dejar de pagar la colegiatura de los niños, posponer reparaciones caseras urgentes o ahorrarse al chequeo médico; pero perderse la temporada vacacional o dejar de pagar las cuotas del club, ¡jamás! Como toda sociedad que vive de la imagen y el qué dirán, nada resulta más aterrador para un tapatío que perderse un aquelarre, donde –lo sabe por experiencia propia- el ausente es siempre el plato fuerte de la conversación.

Por eso, cuando entre los tapatíos hay prosperidad, lo “in” es ir a donde van los demás tapatíos: Whistler, Orlando, San Diego o cualquier destino donde sea posible encontrar el mayor número de  miembros de la patria chica que den testimonio de lo “padrísimo que estuvo” pues allá se encontraron “a tooooda la gente conocida”. En este pueblo chico, infierno grande salir del anonimato –y protegerse las espaldas- exige ir a donde van todos. Por eso, cuando lo “in” es no gastar mucho, los tapatíos vacacionan en sus casas de veraneo, situadas en lo que denominan el “triangulo de los jodidos”: Guadalajara, Chapala y/o Manzanillo. Ahí, como los perros de rancho, se reúnen con los de siempre, a olfatear y ser olfateados.

Empresario rico, empresa pobre

Evidentemente el estilo de vida del tapatío clásico sólo es accesible una élite. Pero no deja de ser cierto que los moradores de Guadalajara nos sentimos muy o poco tapatíos por referencia a este grupo social que, además de un estilo de vida, ha dejado su impronta en la forma cómo los habitantes de la capital jalisciense nos relacionamos con el dinero.

Cualquiera que visite la Perla Tapatía en plan de negocios advierte de inmediato que Guadalajara carece de los grandes emporios comerciales del D.F y/o de una industria descollante como la regiomontana. Las empresas tapatías suelen ser  medianas y familiares, con uno que otro garbanzo de a libra a punto de ser adquirido por firmas extranjeras o capitalinas. Y no es que nuestros empresarios carezcan de visión o no sean los suficientemente laboriosos, como a menudo se les acusa. La razón de la medianía empresarial tapatía tiene fuentes más profundas, incluso hay quien dice que es producto de la mítica alma provinciana de Guadalajara, un alma de tímidos horizontes y vuelos más bien cortos.

Una de las grandes virtudes tapatías es que aquí se trabaja para vivir, no se vive para trabajar. Entre nosotros el trabajo no es tan importante como entre los workaholicos del Norte o los competitivos chilangos. No, Guadalajara es una ciudad de comerciantes y los comerciantes de todas las épocas y latitudes han sido sibaritas, filisteos y bon vivants. En la Perla Tapatía, ningún empresario que éste en la oficina antes de las 10:00 A.M puede jactarse  de ser exitoso. El éxito aquí viene definido por el empleo del tiempo. Descollar en Guadalajara es acudir al vapor antes que a la oficina, o dedicar una mañana completa a jugar golf con otros “líderes empresariales” mientras se culpa al Gobierno y/o a la pereza natural de los trabajadores de la lenta marcha de la economía. Entre los profesionistas tapatíos, el éxito se mide con idéntico rasero: la pausa para comer en casa a mediodía es defendida como uno de los derechos humanos indeclinables y, ser “alguien” en la empresa se demuestra regresando a trabajar a las 5:00 PM, después de la siesta.

Pero esta sanísima filosofía del goce, también es la perdición de la economía tapatía. La empresa –en especial la familiar, que abunda entre nosotros- es la caja chica de la familia tapatía. De ahí sale la educación de los hijos, las casas de veraneo, la mansión familiar, las cuotas del Club, las cuatrimotos de los hijos, las vacaciones en Whistler, la camionetota de mamá y el BMW de papá. Obviamente cuando se han pagado las necesidades y caprichos de todos los miembros de la familia, poco queda para reinvertir en tecnología de punta y/o la capacitación de los empleados. Total, una y otra se suplen fácilmente con la astucia del dueño del changarro. Empresa pobre, empresario rico es la filosofía económica de los tapatíos.

Pero la razón por la que Guadalajara no tiene empresas importantes a nivel nacional, está en el ADN del empresario tapatío. Los emprendedores tapatíos tienen una aversión cuasi genética a trabajar en equipo. Todo intento de crear sinergias productivas es visto a través de la lente del recelo; si alguien quiere asociarse con un tapatío es para aprovecharse de lo suyo y/o robarle los secretos de su productividad (¡ja!). La empresa tapatía sigue la lógica de su creador o heredero: “mejor una empresa chica que pueda controlar yo solito, a una grande en la que el tronar de mis chicharrones dependa de un Consejo de Administración”.

Comprensiblemente orgulloso de los magros logros conseguidos a pulso, el tapatío ve con enorme recelo el éxito ajeno. Si hubiera que nombrar el vicio capital de un tapatío de cualquier estrato social, éste sería la envidia. Nada bien le va al que triunfa entre nosotros. Fieles seguidores de Periandro –tirano de la vieja Corinto que aconsejaba mantener la paz de la polis deshaciéndose de los ciudadanos descollantes- en Tapatilandia se castiga a quien ose sobresalir de la media. De hecho, es empíricamente demostrable que la única causa pública que apasiona al tapatío es evitar que sus coterráneos triunfen. Y si evitar el triunfo ajeno no es siempre posible, queda el recurso de empañarlo con comentarios oblicuos o malintencionados sobre el origen de la buena fortuna. Así pues, el destino trágico del tapatío es que haciéndolo todo para ganarse la admiración de sus coterráneos, no consigue más que un odio y una envidia proporcionales a su esfuerzo.

Apatíos, mochos y Atlistas

Políticamente el tapatío suele ser de derecha, aunque el grueso de la población de Guadalajara milita en el limbo ideológico. Un buen tapatío es también “apatío”, es decir apático y desinteresado de cuanto sucede en la res pública. La máxima intervención cívica de un tapatío es votar para evitar que la “izquierda rijosa” llegue al poder y le arrebate sus privilegios de clase. Por lo demás, los tapatíos sólo se manifiestan a través de elegantes desplegados periodísticos en apoyo del Cardenal Sandoval para fustigar a los defensores de los Derechos Humanos. Éstos últimos, en el reducido léxico político de la diestra tapatía, buscan corromper a la buena sociedad otorgando inmerecidos privilegios legales a los nacos, los gays y los criminales.

Pero lo que en otras latitudes sería un vicio, aquí es virtud cívica. Al ser apatíos y rajones por naturaleza, los moradores de Guadalajara no somos presa fácil de vaivenes sociales ni grillas políticas. La marcha, deporte favorito de las huestes capitalinas, es en estas latitudes un pasatiempo con muy pocos seguidores. Ni siquiera la única causa colectiva de la región –el Clásico tapatío del fútbol que enfrenta a los “popis” del Atlas con los “ñiles” del Guadalajara- es motivo de bronca o pleito. Después de todo, quizá debamos a la proverbial apatía tapatía, el que la Perla siga siendo una ciudad pacífica.

Cuando un tapatío llega a marchar, no lo hace por ningún caudillo, lo hace por su fe. Al menos, eso dicen los mochos de la ciudad. Pero si bien es cierto que la Virgen de Zapopan convoca multitudes, las toneladas de envolturas de golosinas y latas de refresco que los peregrinos dejan a su paso hacen sospechar que la gula y la verbena son también estímulos importantes. Y es que por mucha crema que se le quiera poner al taco, el tapatío no deja de ser mexicano: un ser con más tradiciones que convicciones, más efervescencias religiosas que hábitos ascéticos. Por eso la fe de la que tanto se enorgullecen algunos tapatíos no pasa de ser beatería: de nada sirve rezar avemarías cuando las cuentas del rosario son la incongruencia, el dogmatismo, la intolerancia y el racismo del que –querámoslo o no- hacemos gala los habitantes de Guadalajara cuando nos enfrentamos al otro, al distinto.

Pese a todo, el crecimiento de la zona metropolitana confirma que Guadalajara es una de las ciudades más bellas y habitables del País. El secreto de quienes aquí vivimos es haber aprendido a disfrutarla al margen de “los tapatíos”.

Los Tapatíos y otros desastres naturales
Claudia Ruiz Arriola
Publicado originalmente en el Suplemento Enfoque del Diario Reforma el 3 de Abril del 2005
© De acuerdo con la Ley Federal de Derechos de Autor estos textos se pueden reproducir y circular total o parcialmente siempre y cuando sean atribuidos a su autor “Claudia Ruiz Arriola” y se incluya como fuente “elzoologicodeyahve.com”.

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