¡Se acabó la Fiesta!

“La grandeza moral de una Nación y su progreso -dijo alguna vez Gandhi-  pueden medirse por la manera en que trata a sus animales”.

Hasta hace poco en Occidente no pensábamos mucho en los animales (o en las mujeres o los niños, pa’l caso) o más bien no pensábamos, porque Mr. Bwana (el hombre blanco) estaba -como Narciso- demasiado ocupado viendo su imagen en el espejo de la existencia.

Desde el Génesis 1:28 en que Yahvé pone a Adancito en la cima de la pirámide alimenticia hasta Descartes clavando perros en la pared para “probar” que no sentían nada, y pasando por aquella máxima de Sir Panchito Tocinos (Francis Bacon) que suponía que el progreso humano era sinónimo de “poner a la Naturaleza en el potro de las torturas para arrancarle sus secretos”, nuestra cultura ha sido un prolongado experimento sádico en contra de los animales y otros seres vivos no humanos (SVNHs).

De hecho, la incapacidad Occidental de respetar a la Naturaleza es tan profunda que tuvieron que pasar 28 siglos -28!- antes de que la filosofía advirtiera que a la mente Occidental le faltaba una categoría de pensamiento, que la existencia no puede dividirse -como hizo Descartes- exclusivamente en sujetos y objetos porque los animales, árboles, insectos y plantas no son ni una ni otra cosa.

Con 300 mil genes y400 billones de moleculas, una célula animal es mucho más compleja que cualquier computadora humana y es capaz de realizar millones de operaciones simultáneas. Amén de que, a diferencia de los objetos que solemos manipular, los animales si sienten.

La gran escritura budista, el Dhammapada, nos recuerda nuestro parentezco ontológico con los seres vivos no humanos cuando dice: “Todos los seres tiemblan ante el peligro, todos temen a la muerte. La vida le es querida a todos. Cuando un ser humano considera esto, no mata ni da razón a quienes matan”. Y no necesitamos grandes razonamientos filosóficos para comprobar que esto es así: basta tratar de matar una cucaracha para que emprenda la desquiciada carrera tratando de salvarse de la muerte. Lo mismo le ocurre a un ratón que huye del gato: su corazón se acelera, la adrenalina corre por sus venas y -como el tuyo o el mío- su cerebro busca en su base de datos instintiva para encontrar una estrategia que lo libre de la muerte y el dolor. Lo mismo le pasa a un toro aunque le impidan huir encerrándolo en un ruedo y no dándole más opción que embestir.

Hombres y animales no somos tan diferentes después de todo.

Por eso, la mejor noticia de la semana es que la Provinicia de Cataluña en España haya prohibido la llamada “Fiesta Brava” a partir del 2012. Porque más que “brava” dicha fiesta es. literalmente, sádica. Si sadismo  es “divertirse con el sufrimiento ajeno”, no hay mejor definición de lo que hace un aficionado a los toros. Divertirse con las burlas, las heridas, el dolor y la muerte de un ser animado.

Un ser que -no se olvide- tiene sistema nervioso central y, por lo tanto -diría el Buda- ama la vida y teme la muerte tanto como tú o como yo.

Claro que los amantes de la “Fiesta Sádica” me van a revirar y decir que los animales están ahí para servir al hombre y que, de todos modos, nos los vamos a comer. Y están en lo correcto (yo por lo pronto no me he librado de las tentaciones de la carne…término 3/4 de preferencia), pero nuestro “enseñoreo” de los animales no incluye el derecho de hacerlos sufrir innecesariamente. Ni siquiera a los que van al matadero. De hecho, en la tradición del Pueblo Judío, parte de lo que hace a un platillo apto para consumo humano (kosher) es que el animal sacrificado no haya sufrido.

Que los animales son capaces de sentir es, por supuesto, una muy buena razón para ser más compasivos con ellos. Y sin embargo, ese no es el argumento de fondo que hace a Gandhi convertir nuestro tratamiento de los animales en una medida de nuestro progreso moral. Abstenerse de dañar o herir a un ser vivo es -después de todo- mínima moralia.

La grandeza de una persona o Nación consiste en darse cuenta que -debido a la capacidad intelectual del ser humano- todas la criaturas grandes y pequeñas son impotentes frente a nosotros. La Creación entera está a nuestra merced. No tiene escapatoria a menos que nosotros la otorguemos. Y es precisamente en esta voluntaria limitación de nuestro poder; en este negarnos a ser destructivos cuando podríamos serlo; y, en este respeto a todas las manifestaciones de la vida, donde evidenciamos esos valores que son el fundamento de la grandeza moral: compasión, humildad y generosidad.

Ojalá el ejemplo de Cataluña cunda a otras provincias y países con “tradición taurina” y el vicio de divertirse con el dolor ajeno (sadismo) pronto quede relegado a los anales de nuestra bárbara y mezquina historia humana.

¡Gracias, Cataluña! Y viva el Barsa!

Imagen: Juanky Pamies Alcubilla, Erprofe/Flickr

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